domingo, 24 de junio de 2007

Carne cruda con trigo (Kibby Neeyee)

Ingredientes:

1 kilo de carne de carnero molida
1 1/2 taza de trigo fino
1 cebolla grande picada
Sal y Pimienta al gusto
1/2 taza de agua fría

Procedimiento:
Remojar el trigo en agua por media hora. Escurrir luego el agua y esprimir el trigo con ambas manos para sacarle bien el agua. A este trigo se le añade la carne molida, la cebolla, sal y pimienta.
Amasar la carne con las manos. Se le puede ir añadiendo el agua fría para para suavizar la masa.
Se sirve en un plato llano adornándolo con hojas de yerbabuena, aceite de oliva, y se come con pan árabe.
Mantequilla derretida sobre esta carne a la hora de servirla, le dá un toque diferente, con un gusto exquisito.

Garbanzos Molidos Con Aceite de Ajonjoli (Tahini)

Ingredientes:
Para 4 personas

1 Lata de garbanzos ya cocidos (haciendo uso de la modernidad)
2 cucharadas de Aceite de ajonjolí (Tahini)
2 cucharadas de agua
2 cucharadas o más de limón
1 ajo molido
Sal al gusto

Procedimiento:
Se le escurre el agua a los garbanzos, se lavan en agua fresca y se les quita la cáscara.
Se majan bien hasta que queden como puré, o en la licuadora.
Aparte, en un tazón, se preparan 2 cucharadas de aciete de ajonjolí, el agua, el limón y la sal con el ajo molido y se unen a los garbanzos molidos. Si se quiere dar más sabor, se muelen tres o cuatro hojitas de yerbabuena y se le añade a los garbanzos. Se une todo bien. Se sirve en una fuente llana, haciéndole varias ranuras a través de la masa de los garbanzos y se le pone por encima aceite de oliva. Se adorna con hojas de perejil y se come con pan árabe.

Una cocina con aroma a pan recién horneado

Llena de autenticidad, con olor a vainilla, café recién colado, y especias de hierbas finas, la antigua y espaciosa cocina de mi abuela paterna tenía una lujosa magnificencia, cierto encanto mágico, y una agradable energía de actividad febril constante. Marcada profundamente por la sobria cultura de tierras lejanas, en ella aún se guarda el recuerdo de mis bisabuelos, de mis abuelos, de mis padres, y las gratas memorias durante las vacaciones en mi infancia.

Dispuesta con elegancia, fue construida hace cinco generaciones, con materiales resistentes, predestinada a convertirse en una especie de recinto sagrado, centro vital de la vivienda. En ella se reunía la familia para despreocuparse, en cierta medida, de los problemas diarios, y regocijarse al disfrutar de deliciosos platillos adornados con el alegre cascabeleo de las risas, las graciosas explosiones del parloteo simultáneo, el vivaz choque de la loza y del cristal, y el inolvidable aroma dulce de los pasteles de hojaldre rellenos de pistache, nueces y miel. Cada desayuno, merienda, o cena, era un festivo banquete embrujado por un fenómeno colectivo donde se daban y se recibían consejos. La sobremesa se eternizaba con historias contadas en varios dialectos; se hablaba de la política y de los negocios, de las aspiraciones y de la gratitud. Frecuentemente se escuchaban las divertidas bromas celebradas con aplausos, gritos, y espontáneas carcajadas. El canto, el bullicio, la algarabía de los niños, y el tilín de las cucharas contra las ollas de cobre, eran cosa de todos los días.

Aunque estaba bien equipada y repleta de accesorios, su mantenimiento resultaba sencillo. Tenía un cielo alto, con vigas encaladas, de donde colgaban las típicas candilejas con mecheros en aceite, cubiertas por vidrios de Damasco, engarzados por latón persa. Al paso del tiempo, los mecheros fueron sustituidos por un sistema eléctrico con bombillas de cristal que no reflejaban de igual forma al monstruoso, cruel, y despiadado “cujco”, que vendría a asustarnos si desperdiciábamos la comida que nos haría crecer fuertes, “colorados” y sanos.

Suaves molduras trenzadas enmarcaban lo alto de las paredes, terminando en una rueda de hojas de parra sobre el dintel de las ventanas. Las ventanas eran emplomadas con vitrales de magníficos colores, representando guirnaldas enramadas entre bellos racimos de uvas.

El suelo estaba revestido con mosaicos negros y blancos, formando un damero donde jamás existió una cetrina partícula de polvo que se asomara flotando a los rayos del sol.

Como la cocina era de gran dimensión, en el centro incluía una sólida mesa rectangular, de envejecida noble madera oscura, cuidadosamente encerada, con cubierta extensible. Doce sillas fuertes de ébano reposaban alrededor de ésta. El resto de los muebles estaban distribuidos según el recorrido de los alimentos, es decir, primero la zona de almacenamiento para las provisiones, luego la de preparación, y después la de cocción mostrando un armónico conjunto.

En una de sus esquinas había originalmente una nevera que enfriaba los alimentos por medio de bloques de hielo que distribuían cada mañana. Años más tarde, la nevera se sustituyó por la innovación de un refrigerador eléctrico, marcando el principio de una nueva era que produjo cambios en las costumbres de la familia. Durante el verano, los vasos comenzaron a guardarse en el congelador, junto a las preciadas paletas heladas, elaboradas con leche de camello, azúcar, y galletas dulces cortadas en trozos.

La cálida cocina de mi abuela disponía de armarios altos, más de los necesarios, para la cristalería, las lozas de colores, tarros de vidrio, y la vajilla de uso diario que se posaba sobre los rombos de delicadas carpetas de crochet, inmaculadamente blancas, tejidas en hilaza. En toda la pieza no había un sólo recipiente de plástico, hasta que muchos años después, apareció un vaso que mi hija compró en Disney, con su sonriente Mickey Mouse sosteniendo un colorido popote, tributo al éxodo que dio origen a la mezcla de culturas y de razas.

Los armarios tenían cajones en su parte inferior destinados a los cubiertos, los candelabros, las bandejas, innumerables accesorios, y a los trapos limpios de cocina con anagramas bordados, lavados y planchados. Éstos se guardaban según las fibras que los componían, porque los trapos también tenían sus propios secretos: los de fibra de lino eran para secar la cristalería fina, porque no dejaban pelusa; los de viscosilla se utilizaban para la vajilla corriente; los de algodón, para secar los cubiertos, las ollas, y las manos; y los de gamuza, para pulir la plata.

Cestas campesinas, tinajas, y esteras de esparto repletas de dátiles, higos, granadas, y uvas, descansaban a los lados de las alacenas para las provisiones, adornadas con ramilletes secos de flores silvestres, frascos con frutas en conserva, y confituras caseras. Bajo uno de los estantes estaba un arcón, grande y pesado, donde se guardaba la mantelería deshilada y bordada, limpia, almidonada y planchada, doblada cuidadosamente junto a sus servilletas. Una vitrina con puertas de cristal guardaba la antigua vajilla de porcelana europea integrada por ciento dos piezas de tazas y platillos, platos y tazones, platones y ensaladeras, y una vasija con tapa para servir la sopa. Vajilla que sólo se utilizó en ocasiones especiales, ya que era demasiado delicada para su uso cotidiano. Su aspecto quedó visible y su uso fue plenamente disfrutado.

La ancestral estufa de seis hornillas era de fundición de hierro colado, y estaba coronada por una blasonada chimenea de obra por donde subía un agradable y juguetón rizo de humo que iba más allá de las fértiles campiñas de olivos, hasta perderse en el impresionante desierto. La estufa aún recuerda el aroma del ajo, de la hierbabuena, y del ajonjolí tostado.

Junto a la estufa había una pequeña escalera de madera de anchos entrepaños donde descansaban las bolas de quesos elaborados con leche de ovejas, sal, y orégano. Ahí permanecían hasta fermentarse en un reposado proceso de maduración donde, envueltos en lino, escurrían lentamente su suero que goteaba sobre platos de hojalata martillada.

Como una ostentosa pieza decorativa, en uno de los muros de la cocina estaba un antiguo reloj de pared que se detuvo en el tiempo. Este reloj era sumamente significativo por formar parte esencial de la ceremonia de fin de año cuando, justo a las doce campanadas, se le introducía una pequeña llave de plata haciéndola girar para que su delicado mecanismo permaneciera activo los siguientes doce meses del año. Frente a éste estaba un marco con una madera noble inscripta con el “Padre Nuestro” en arameo y, bajo ésta, permanecía una piel a modo de pergamino, asegurándonos por nuestro apellido, según la Sagrada Santa Biblia, que nuestros antepasados habitaron en un sin fin de pueblos hasta el reinado de David quien los puso en la casa de Jahveh, desde que el arca tuvo un lugar de reposo, ejerciendo el ministerio de cantores (1 Crónicas, 4:24, 6:16). Nunca sabré si tal historia era un cuento de hadas pero, como conjuro, dispersó a nuestra alegre y bulliciosa familia hacía tres continentes distintos y, curiosamente, muchos de ellos aún cantan en coros de la iglesia.

A un lado de la cocina había un gran arco enmarcado por bloques de piedra caliza blanca que daba acceso a un acogedor patio, formando parte integral de ésta. Era como si el interior de la cocina no hubiera estado, ni podría estarlo, limitado por muros. El suelo del patio era de cantos rodados, decorado con sendas de flores “Anemone”, conocidas por su hermoso color rojo, como “Sangre de Cristo”. En su centro habían varias sillas de mimbre con olor a cañas del Nilo, y un pebetero con aromático incienso que se elevaba noche y día.

A diferencia de las cocinas de occidente, el fregadero, con distinción propia, se encontraba en el patio. Como fuente colonial, fue hecho a modo de pileta semicircular en el hueco de una piedra, y estaba revestido con pintorescas losetas persas de color azul, denominadas por los árabes como “al-zulaychá”, de donde, dada su pronunciación, se adoptó el nombre de “azulejo”. Su desagüe era lateral disminuyendo el murmullo del agua en el proceso del lavado. Su grifería era de bronce con una repisa para secar la loza, y un depósito para la reserva del agua potable, como cisterna. Al otro extremo había un primitivo fogón, que se calentaba con leña, y estaba cubierto por un gran comal de suave piedra. Sobre él se extendían las sábanas de masa, delgadas o gruesas, para el pan árabe, elaborado con manteca, sal, agua, y harina de trigo. Dicha piedra aún desprende el delicioso olor del pan caliente, recién hecho; y el antiguo fogón, un rico aroma a leña.

Al fondo del patio integrado a la cocina, había un enorme muro, muy alto, construido en piedra de cantos, divertidísimo de escalar a escondidas de mi abuela. Los niños hacíamos competencias para encaramarlo rápido, sin titubear, porque su ascenso era difícil. Un día que casi llegué a encumbrarlo, me resbalé y desprendiéndome, volé hacia abajo como gaviota, cayendo de cabeza justo a los pies de mi abuela. Entonces tenía siete años y una clavícula rota. Sin embargo, nunca desistí de subirlo porque, desde arriba, se admiraban los silenciosos rebaños de ovejas, los adormilados camellos, las primorosas construcciones blancas de Beirut, y los imperceptibles botes pesqueros en el cauteloso Mar Mediterráneo. Durante la noche, era posible contemplar las lejanas y enigmáticas luces de Haifa, en la costa de Israel, o sentir un temor reverente ante el destello de las bombas de guerra que pasaban rugiendo y silbando a través del cielo, sobre la casa.

Esta cocina fue construida hace más de trescientos años, pero tal parece que hace mil que su bullicio adquirió el sigiloso silencio del desierto. Sumida en una nostálgica melancolía y presa de la añoranza, hoy es víctima de la ingratitud del olvido. Sin embargo, sigue guardando las reliquias de mis antepasados y los preciados secretos para elaborar ancestrales recetas. Firme y obstinada, con su monumental orgullo aún resistiéndose, la cocina de mi abuela aún persevera mientras aguarda día con día, a todos aquellos quienes le daban vida.

Introducción

A petición de mi hija Nahisla intento elaborar este blog donde pretendo documentar e informar sobre las recetas de cocina de mi abuela paterna a medida de que vaya recordándolas. Incluyo una remembranza de lo que fue su cocina tiempo atrás, centro de reunión de una familia numerosa que hoy día se encuentra practicamente en extinción.
Comenzaré con las más sencillas de elaborar para falicitarle el uso y la elaboración de las mismas, coincidiendo con mi hija, de que sería una lástima perder estos conocimientos y de igual forma, estas costumbres.
Serán bienvenidas todas aquellas nuevas recetas que pudieran añadirse.